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SENTIR LO NUESTRO. LA EDUCACIÓN PATRIMONIAL
Hoy lunes, 16 de noviembre, se celebra el Día Mundial del Patrimonio. Ocupaba yo el tiempo en tareas domésticas cuando en mi mente aterrizaron recuerdos de la universidad, de cuando le dediqué mi proyecto fin de carrera a la educación patrimonial. Como soy muy sistemática, aquel trabajo inevitablemente tuvo que comenzar con una definición de patrimonio. Recuerdo haber encontrado, después de una búsqueda bibliográfica extensa, muchas definiciones, cada una de ellas poniendo el acento en un rasgo del término. Pero dos aspectos se repetían en casi todas ellas. Uno era la idea de que el patrimonio es un concepto holístico, esto es, que incluye elementos de naturaleza muy variada: forman parte del patrimonio español novelas como “El Quijote”, monumentos como la Catedral de Burgos, sistemas de comunicación ancestrales como el Silbo gomero, o la rica biodiversidad de la isla de Ibiza. La otra característica del término tiene que ver con la propiedad, pero se trata de una idea de pertenencia que va mucho más allá de cuestiones económicas o legales (imagínense qué absurdo y poco útil sería que una norma nos hiciese propietarios de la Torre de Hércules a todos los coruñeses, como lo somos de nuestra vivienda o de un vehículo, otorgándole un valor cuantitativo). El término patrimonio implica una idea de pertenencia acompañada de un importante componente sentimental. Llegar a sentir como propia la iglesia de tu pueblo es un hito en la vida de las personas que no siempre surge de forma espontánea, sino que requiere de cierto proceso de aprendizaje, en el que juegan un papel importante los agentes socializadores, como la familia o la escuela. Por desgracia, la educación patrimonial sigue siendo una asignatura pendiente en muchos centros escolares y también en la familia como reflejo de una sociedad en general más centrada en el consumo y en lo exclusivamente material. Lo vemos en la pasividad con la que recibimos noticias sobre monumentos en proceso de ruina, o en la presencia de pintadas vandálicas en sus muros. Sólo aquel que siente como propio el patrimonio de la comunidad (sea en su ciudad, en su región o en su país), se indigna ante tales situaciones, defiende con uñas y dientes la supervivencia tanto física como inmaterial del elemento en cuestión, y lo divulga con pasión cuando recibe la visita de un amigo o escribe en sus redes sociales. Qué sería de nosotros si no tuviésemos a nuestro alrededor patrimonio que nos recuerde quienes hemos sido y quienes somos. Luchemos por él.
MARÍA BERINI PITA DA VEIGA
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